Para leer un cuento se necesita casi lo mismo que para bailar la Bamba: “un poquito de gracia y otra cosita”. La gracia la aporta cada niño: sus oídos atentos a esa voz que inventa un mundo, sus ojos abiertos y asombrados que van y vienen, del libro al rostro adulto, y esa cercanía deliciosa que tienen los niños para buscar refugio en el calor de sus seres queridos. Las otras cositas las aportan los adultos: ese ritual que se repite cuando papá, mamá o cualquier cuidador amoroso deja su vida en suspenso para entregarles una historia.
Con las palabras mágicas del érase una vez se erige un mundo imaginario, donde no caben el teléfono ni las urgencias del mundo real. “Que nadie interrumpa porque estoy leyendo un cuento”, dirá el adulto. Entonces los niños irán aprendiendo, piel a piel, que esa conversación sobre la vida que ocurre entre las líneas de un cuento da nombre a las emociones. Y aprenderán también a querer los libros porque les permiten conversar con sus seres queridos.
En esa coreografía que es como un baile y que amarra a una pareja lectora-niño y adulto o que hace una rueda para convocar a todo un grupo, en el hogar, en una escuela, en el parque, en una biblioteca, está la esencia de la lectura y ustedes saben cómo crearla. ¿Acaso, alguien podría enseñarles a bailar, a enamorarse o a arrullar a un bebé? Lo que sí puedo corroborar, como lo han dicho muchos de ustedes durante estos días, es que los niños no llegan solos a la lectura y que para leer en la infancia, se necesitan los adultos: sus voces que suben y bajan, que exclaman, preguntan, cuentan y cantan son la partitura para aprender a hablar, a escuchar y a leer lenguajes diversos. Ese triángulo amoroso que une tres vértices –libro, adulto y niño– se queda en la memoria profunda de los primeros lectores.
Sí, pero cómo leer, suelen preguntarme los padres. “Es que yo tartamudeo o leo despacio o muy rápido”… Por eso voy a contarles un secreto que me han contado los niños: nadie lee mejor los cuentos que un papá, una mamá o un adulto amado por ellos. Aunque yo hiciera un doctorado en el arte de contar cuentos, sus niños los elegirían a ustedes. ¿Y saben por qué?…Porque mientras leen, ustedes se revelan ante ellos: ustedes son el lobo y también el refugio, y los niños descubren que ustedes también podrían tener miedo y vencerlo, que ustedes también sueñan y sienten.
No hay nada más fascinante para un niño que descubrir cómo se pueden experimentar, en ese lugar seguro del lenguaje, las emociones y las peripecias que nos hermanan a todos, grandes y chicos. Esa posibilidad de emocionarnos con la emoción de otros, que llamamos empatía, se aprende en las experiencias literarias de la infancia. Y como los niños tienen pocos años de experiencia, se asoman, a través de las historias que viven en sus voces, a la experiencia de los mayores.
Pero hay otra razón más poderosa para que sus niños los prefieran a ustedes y es que, mientras dura la historia, no se pueden escapar ni hacer nada distinto que estar ahí, de corazón y de viva voz. Y como a los niños les gusta tener cerquita a sus seres queridos, les pedirán un cuento y otro… y otro más. Porque los niños son hijos del “otra vez” y cuando descubren que las palabras son un conjuro para prolongar la presencia, prefieren sus voces a las de cualquier aparato, así como un bebé prefiere un arrullo cantado en la voz de su madre o su padre a la voz del mejor cantante del mundo.
La voz, el libro, el abrazo. No creo que exista un “lugar” más exacto para situar el nacimiento de la literatura en la vida.
Yolanda Reyes (2018)
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